El danzante
“Pum pum pum pum”, el sonido de los tambores que recorren calles enteras y largos caminos de peregrinaciones religiosas alrededor del país, y cada vibración sacude el pecho de danzantes y espectadores.
Distribuidos a lo largo de cuadras, personas que representan guerreros y doncellas prehispánicas o españolas, comienzan a moverse coordinados: paso adelante, paso atrás, vueltas veloces en el propio eje. Los impactos constantes de la baqueta contra el cuero, son los latidos que mantienen viva la tradición ancestral de la danza.
Hombres y mujeres con el sudor corriendo por sus rostros y cuerpos desnudos o concentrándose debajo de sus vistosas vestimentas y coloridas máscaras, no importan las representaciones ni la época a la que remiten con sus movimientos siempre recios y bien marcados, son guiados todos por la fe y la devoción, danzan para cumplir mandas o por tradición familiar, danzan para rendir culto a santos o vírgenes, danzan por la pasión de un sacrificio que terminan disfrutando.
Pueden durar horas en un trance de pasos y giros, la expresión de su rostro siempre es más de concentración que de cansado. Explican que es una sensación inexplicable; dicen que al danzar se vive una especie de transformación interior: “Al portar la chihuanda, al portar el vestido, al salir al círculo, yo me transformo. Por ahí dicen que se mete alguien: un espíritu de aquellos guerreros en nosotros”—explica José Antonio que tiene casi dos décadas danzando cada año en honor a la Virgen de Guadalupe.
Todos los mexicanos somos pues, danzantes en potencia.